Uno de tantos aspectos de la personalidad divina que ha cambiado con el tiempo y las modas es su lugar de residencia. Los cielos (así, en plural) eran el hábitat de Dios. No solo del judeocristiano, sino de los dioses griegos también. Habitaban aquéllos en el Monte Olimpo y luego se mudaron al empíreo, que era un cielo situado allende la bóveda de las estrellas.
Los judíos durante su helenización reclamaron el cielo empíreo para su único Dios, donde se instaló muy a sus anchas. Seguramente tuvo que hacer limpieza para retirar los despojos de las batallas y fiestas que allí tuvieron lugar. El cualquier caso, esa pasó a ser su nueva dirección para las religiones herederas del judaísmo. Los musulmanes señalan hacia arriba porque en los espacios abiertos en los que nació su religión era difícil imaginar otra morada digna.
El telescopio descubrió, entre otras verdades incómodas, que no había tal cielo empíreo y que por encima de las estrellas había más estrellas, de manera que el supuesto cielo divino debía de quedar extraordinariamente lejos. Demasiado lejos de sus criaturas.
Haciendo gala de su asombrosa capacidad de adaptación, los religiosos buscaron otra morada para dios. Tenía que ser un lugar próximo pero suficientemente espacioso y de donde no resultase fácil desalojarle. Localizaciones ambiguas como por ejemplo «en todas partes» o «en nuestros corazones» cumplían suficientemente este propósito. Esto supuso un nuevo avance en la idealización de dios, que pasó de ser un personaje con apariencia humana que se paseaba por el paraíso a transformarse paulatinamente en un ente abstracto y deslocalizado.
El pecado de los constructores de la Torre de Babel fue acercarse demasiado al cielo. Dios, para castigar su atrevimiento, destruyó la torre y originó la confusión de las lenguas. Esta limitación de altura para las edificaciones ha pasado de moda y los religiosos no se oponen a que se erijan edificios tan altos como permita la técnica. Siempre me he preguntado por qué los fanáticos de la Biblia viajan en avión. Volar a tres mil metros en un aparato ruidoso y pestilente constituye un allanamiento de los cielos mucho peor que el de la torre de Babel. Sin embargo se embarcan tan tranquilos y algunos, incluso, se relajan entre las nubes y hasta piden zumo de tomate.
De nuevo vemos como se decide sobre la marcha qué pasajes de las escrituras deben interpretarse en sentido simbólico y cuales en sentido literal. Cuando se empieza a hacer el ridículo es signo de que hay que cambiar a la interpretación simbólica. El cambio suele llegar con bastante retraso porque el sentido del ridículo está muy poco desarrollado entre los lectores de la Biblia. Y menos aún entre los lectores de Corán.